Preguntas y respuestas
Comisión Doctrinal – International Catholic Charismatic Renewal Services
Anno 2015
Esta pregunta revela una sed. Quizás es la sed de aquellos que han sido bautizados de niños pero que, en palabras del papa Francisco, «no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe» (Evangelii gaudium 14). O quizás es la sed de aquellos que han estado buscando la plenitud en «alternativas» espirituales apartados de Cristo. O, por último, puede ser la sed de aquellos que son activos en su fe y que incluso han recibido en el pasado el bautismo en el Espíritu, pero ahora se encuentran en una temporada en la que el Señor parece distante.
En el Evangelio según san Juan, Jesús proclama: «El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: “de sus entrañas manarán ríos de agua viva”» (Jn 7, 37-38). Jesús mismo es la respuesta a la sed más profunda del corazón humano.
El amplio panorama de la Escritura, de principio a fin, se centra en la relación entre Dios y el hombre a través de Jesucristo. El propósito de la sed que Dios ha puesto en el corazón humano es esto mismo: atraernos hacia Jesús. El papa Francisco ha enfatizado la centralidad del encuentro con Jesús: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por él, de intentarlo cada día sin descanso» (Evangelii gaudium 3).
Nuestra búsqueda espiritual, entonces, no debe ser para experiencias espirituales o un «subidón espiritual» en un sentido genérico, sino para un encuentro renovado con Jesús y una conciencia más profunda del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. No existe límite con respecto a cuánto deberíamos buscar esto. Como escribió san Agustín, Dios «ha despertado en nosotros un gran anhelo de esa dulce experiencia de su presencia dentro de nosotros; por el crecimiento cotidiano lo adquirimos». Y san Bernardo de Claraval escribió sobre el amor de la Esposa celestial que experimentamos solo por el toque del Espíritu Santo: «Que aquellos sin experiencia ardan de deseo para que no sea tanto lo que sepan como la experiencia».
En el salmo 36, 8-9 el autor canta sobre el amor misericordioso de Dios: «¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!, los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias». Comentando este pasaje, santo Tomás de Aquino escribió: «Este es el amor del Espíritu Santo que provoca una fuerza en el alma como un torrente. Y es un torrente de delicia porque provoca deleite y dulzura en el alma. Y las buenas personas beben de él».
Está claro en la Escritura que Dios quiere que experimentemos su presencia y amor más profundamente. No obstante, no podemos esperar que esta experiencia suceda necesariamente de inmediato cuando lo pidamos, o que suceda constantemente, ya que hay mucho que Dios necesita sanar y purificar en nuestros corazones humanos caídos. Nuestro deseo debe ser por Dios mismo, no por sentimientos hacia Dios. Las emociones vienen y van. Los sentimientos no son fiables, pero Dios mismo es fiable.
También debemos evitar la tentación de compararnos con otros y asumir que nuestra propia relación con el Señor es pobre porque es menos emocional o menos dramática que la de otro. Dios creó a cada uno con una personalidad singular, y no hay dos personas que reaccionen exactamente igual cuando se encuentran con el Señor.
Así, en espacios donde estamos buscando llevar a las personas a un encuentro con el Señor, como el seminario de vida en el Espíritu, es útil animar a las personas a abrirse completamente a un nuevo encuentro con el Señor, aunque equilibrando esto con un recordatorio de que no hay dos personas que respondan exactamente igual cuando el Señor se acerca. Nuestras emociones no son la medida de lo cerca que está el Señor.
Jesús le dijo a la mujer en el pozo: «pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». (Jn 4, 14). Él ve nuestra sed, ofrece una invitación, y a los que responden les ofrece su mismísimo ser. Entonces, desde lo más recóndito de nuestro ser, brotarán ríos de agua viva, para que nosotros mismos seamos eficaces en traer a otros sedientos al Señor.
Una fuente de agua subterránea solo se volverá un manantial cuando surja de debajo de la roca que la limita, como fluyó el agua de la roca que Moisés golpeó en el desierto. Esta es la imagen de la necesidad que tiene cada persona bautizada de entrar en una vida de conversión continua, de permitir que el Señor rompa lo que sea de piedra, abra lo que esté cerrado e ilumine lo incrédulo en nuestros corazones, de suerte que su agua viva brote en nosotros y a través de nosotros.