El Evangelio de Marcos termina con estas palabras: “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban”. Qué bonita descripción de lo que se supone que tiene que ser la acción evangelizadora de la Iglesia en cada época. El Señor resucitado “colaboraba con ellos” (en griego synergeō), o “se comprometía en un esfuerzo común con ellos,” de manera que por la proclamación llena de fe del evangelio, su poder salvador se mostraría a los más necesitados.
Un buen ejemplo de cómo es esta colaboración está en el ministerio de prisiones de mi amigo John. Es voluntario de prisiones y centros de rehabilitación, llevando el amor y la compasión de Cristo a los internos. En un día típico, había reunido a algunos de los internos para orar, y esto es lo que sucedió:
Un interno llamado Rick dijo que tenía dolor de espalda. Oré por ello, y el dolor desapareció. Pero entonces el Espíritu Santo me empujó a preguntarle si tenía una pierna más corta que la otra. Me dijo que no lo sabía, pero que le habían operado del tobillo. Le senté para comprobar y, efectivamente, la tenía. Le dije a la docena de hombres que había en la habitación que se reunieran alrededor de él y miraran. Jesús no defraudó. La pierna creció para igualarse a la otra. Se quedaron estupefactos, porque todos vieron lo que sucedía ante sus ojos. Aproveché la oportunidad para evangelizar y hablar del amor de Dios y cómo él no sólo quiere sanar enfermedades físicas, sino sanar la relación de Rick con Él, y lo mismo para todos nosotros.
Los internos ese día no solo recibieron una buena catequesis sino una demostración visible del poder y de la misericordia de Jesús que cambió radicalmente sus vidas.
Durante más de medio siglo la Iglesia ha estado lanzando una fuerte llamada: la llamada a una nueva evangelización. Comenzó con el Concilio Vaticano II, que buscó renovar a la Iglesia para proclamar el evangelio más eficazmente en nuestro tiempo. Después del Concilio el Papa Pablo VI declaró valientemente: “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar”. Cada papa posterior ha repetido ese mensaje. El Papa Francisco lo expresa así: “no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos… hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera”. Toda la Iglesia está siendo invitada a redescubrir su identidad como “comunidad de discípulos misioneros”.
Considerando este llamamiento que se repite constantemente desde la sede de Pedro, es acertado preguntarse de vez en cuando, ¿cómo están yendo las cosas con esta nueva evangelización? Y en muchas partes del mundo, la respuesta sincera es: “¡No tan bien!” En Europa y Norteamérica el número de católicos practicantes ha disminuido rápidamente, y está disminuyendo más deprisa entre los jóvenes. Un estudio reciente en los Estados Unidos demostró que por cada adulto que se une a la Iglesia Católica, 6,5 personas la abandonan; los investigadores señalaban que ningún otro grupo religioso tiene un índice tan alto de pérdidas y ganancias. En América Latina, la parte más católica del mundo, millones han abandonado la Iglesia Católica para unirse a grupos evangélicos o pentecostales. En partes de África y Asia la Iglesia está creciendo, pero incluso allí relativamente pocos católicos han reaccionado completamente a la llamada a ser discípulos misioneros.
Esta respuesta mediocre provoca la pregunta: ¿Qué falta? ¿Qué no se ha puesto en práctica que se debería haber puesto para que la nueva evangelización despegue? ¿Podría ser que nos hemos olvidado de algo en el Gran Mandato que nos dio el Señor mismo?
Yo creo que esa pregunta se puede contestar mejor volviendo a las Escrituras, donde encontramos la historia de la primera evangelización: la difusión impresionante del evangelio en el mundo antiguo. En el Nuevo Testamento descubrimos cómo un pequeño grupo de pescadores, recaudadores de impuestos y otra gente corriente, incluso cuando estaban siendo sometidos a oleadas de persecución encarnizada, “pusieron el mundo patas arriba” por Jesús (cf. Hechos 17, 6). Tan eficaz fue su proclamación de la buena nueva de la salvación en Cristo que para mediados del siglo cuarto, cuando por fin era seguro convertirse en cristiano, los cristianos ya eran casi la mitad de la población del Imperio Romano. ¿Qué explica ese crecimiento exponencial?
Jesús había enseñado a sus discípulos que su misión (la de ellos), estaba enraizada en su propia misión (la de Él): “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo” (Jn 20, 21). Jesús, entonces, es el modelo para nosotros. Su misión comenzó formalmente con su bautismo por Juan en el Río Jordán, un acto de obediencia humilde al plan del Padre. Inmediatamente después los cielos se abrieron, y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma, y Jesús escuchó la declaración de amor del Padre: “Tú eres mi Hijo amado en quien me complazco” (Lucas 3, 22). El evangelio no dice que los cielos se volvieran a cerrar. La consecuencia es que Jesús vivió bajo un cielo abierto. Después de su bautismo, estaba “lleno del Espíritu Santo” y fue “por la fuerza del Espíritu” a Galilea para comenzar su ministerio de predicación, sanación y liberación de los oprimidos (Lucas 4, 1; 14). Desde ese día en adelante, no antes, comenzó a ministrar con poder. Aunque es el Hijo de Dios, Jesús escogió vivir como hombre, dependiendo del Espíritu Santo.
Después de resistir las tentaciones de Satanás en el desierto, Jesús fue a la sinagoga de Nazaret y dio su sermón inaugural, en el que resumió su misión como el Mesías. Tomó el rollo del profeta Isaías y leyó una profecía mesiánica:
El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lucas 4, 18-19).
Jesús luego declaró que este pasaje se cumple en él. Es, de hecho, su “declaración de objetivos fundamentales” la descripción perfecta de lo que venía a hacer. Ha sido ungido por el Espíritu Santo para ser enviado a todos los lugares de esclavitud humana, ceguera, enfermedad, opresión, culpa y miseria, para proclamar la buena nueva de la salvación y para demostrarlo visiblemente liberando a las personas realmente.
Jesús nos está enseñando que el evangelio que él predica es buena noticia porque ¡viene con poder! A la inversa, sin poder el evangelio no sería buena noticia. Puede ayudarnos un ejemplo para clarificar este principio básico. Imaginad una prisión subterránea, oscura, fría y húmeda, en la que cientos de personas están encadenadas; están sucios, hambrientos, con frío, enfermos, miserables y llenos de amargura y desesperación. Entonces suponed que alguien entra en la mazmorra y anuncia en voz alta: “¡Eh, escuchad todos! Tengo buenas noticias: existe un salvador que ha venido para abrir las puertas de las prisiones y liberar a todos los cautivos. Bueno, solo quería que lo supierais. Que tengáis un buen día”. Entonces esa persona se va, dejando a todos todavía encadenados como antes. ¿Ese mensaje es buena noticia? Por supuesto que no es buena noticia a menos que suceda verdaderamente lo que anunciaba. Igual pasa con el evangelio: el evangelio es buena noticia porque viene con poder a provocar lo que anuncia: sanación, libertad, perdón, bendición y salvación.
Otra verdad enormemente importante está insertada en la declaración de misión de Jesús en Lucas 4, 18-19. Jesús atribuye todas las obras poderosas que está a punto de hacer —sus sanaciones, milagros, expulsión de demonios, predicación con autoridad, anuncio del reino de Dios— no a su omnipotencia divina como Hijo de Dios, sino a la unción del Espíritu Santo que se le ha impartido en su naturaleza humana. La razón por la que esto es tan importante es que él prometió darnos, a sus discípulos, el mismísimo Espíritu que le había ungido a Él. Así como su misión estaba fundamentada en estar lleno y empoderado por el Espíritu Santo en su naturaleza humana, así nuestra misión está basada en estar llenos y empoderados por el Espíritu Santo, que fue derramado primero en Pentecostés y ahora es dado a través del bautismo y la confirmación, y cuya presencia debe renovarse continuamente en la vida de un cristiano.
Después de que Jesús declarara la esencia de su misión, procedió a hacer lo que había dicho. Desde ese momento en adelante, una gran parte de los evangelios está dedicada a relatos de sus sanaciones, liberaciones y milagros. Una y otra vez los evangelios resumen su ministerio con afirmaciones como esta: “Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo”. (Mateo 4, 23). Las sanaciones y los milagros de Jesús no pueden separarse de su predicación. No son simplemente una prueba externa de la buena nueva que predica; son su encarnación. Manifiestan visiblemente que el reino está aquí. Muestran de una manera poderosa y convincente que su mensaje es verdad: Él es realmente el Mesías, victorioso sobre el pecado y todo tipo de mal; tiene compasión de todos los enfermos y pecadores, y ha venido para liberar a las personas.
Después de ejemplificar con su propia vida cómo evangelizar, Jesús encargó a sus seguidores que continuaran su misión. Les ordenó que predicaran el evangelio de la misma manera que él lo había hecho: no solo con palabras sino con hechos sobrenaturales que demostrarían la verdad de las palabras. Ordenó a los Doce: “Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios”.
(Mateo 10, 7-8). Muchos cristianos, leyendo este encargo extraordinario, han supuesto que esto incumbía solo a los apóstoles. Pero no existe ninguna base para esta suposición, ya que Jesús envía más tarde un grupo más grande de setenta discípulos, representando a todos los discípulos de todas las épocas, y les da esencialmente el mismo encargo: “En la ciudad en que entréis y os reciban… curad los enfermos que haya en ella, y decidles: «El Reino de Dios está cerca de vosotros»” (Lucas 10, 8-9).
De nuevo, algunos lectores suponen que ese mandato era solo para la primera generación de cristianos, durante el período del crecimiento inicial de la Iglesia. Pero la Escritura no deja lugar para esa conclusión, ya que el Señor Jesús resucitado de nuevo lo repite justo antes de ascender al cielo, como un mandato y una promesa válidos para todo tiempo:
Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien. (Marcos 16, 15-18)
Jesús no dice, “Estas son las señales que acompañarán a los grandes santos”, o “Estas son las señales que acompañarán a unas pocas personas extraordinariamente dotadas”, sino “Estas son las señales que acompañarán a los que crean”, esto es, a los cristianos. Hace una promesa parecida durante el discurso de la Última Cena en Juan: “En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14, 12).
¿Cómo puede esperar el Señor que cristianos corrientes hagan lo que es extraordinario o incluso imposible? Él revela el secreto en sus últimas palabras antes de ascender al cielo: “…recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos…”
(Hechos 1, 8). Es el Espíritu Santo el que revestirá a los discípulos “de poder desde lo alto” (Lucas 24, 49) para llevar a cabo obras que están más allá de lo humanamente posible, y que por lo tanto demuestran que Jesucristo es verdaderamente vencedor sobre el pecado, sobre Satanás y sobre la muerte.
El día de Pentecostés se cumplió la promesa de Jesús. El Espíritu Santo cayó sobre los cristianos reunidos en la Estancia Superior con un viento poderoso y lenguas como de fuego. El amor de Dios comenzó a arder dentro de ellos, su apocamiento y miedo desaparecieron, y se llenaron de una valentía extraordinaria. Empujados por el amor de Cristo, hicieron exactamente lo que Él había ordenado: salieron en todas direcciones a proclamar el evangelio, acompañado por sanaciones, milagros, signos y prodigios.
Un ejemplo impresionante de su dinamismo evangelizador es la misión de Felipe, uno de los primeros siete diáconos ordenados, en Samaria. Los judíos y los samaritanos no se llevaban muy bien entre ellos, por decirlo suavemente. Sin embargo Felipe, un judío, llega a un pueblo samaritano proclamando a Jesús, el Mesías judío, y hete aquí, que multitud de personas creen y son bautizados. Lucas nos dice por qué: “La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados” (Hechos 8, 6-7).
La multitud unánimemente prestó atención a lo que decía Felipe. Con sus oídos escuchaban el mensaje verbal del evangelio; con sus ojos vieron los signos que acompañaban que corroboraban visiblemente la verdad del mensaje.
Las obras poderosas que acompañaban la evangelización no se terminaron con la era apostólica. Los escritos de los Padres dan testimonio de que los milagros se hacían a menudo no sólo por grandes obispos y evangelizadores, sino por personas corrientes. De hecho estos signos fueron una razón principal para el rápido crecimiento de la Iglesia en el mundo antiguo. El reino de Dios estaba irrumpiendo visiblemente en una sociedad que había quedado atrapada en la oscuridad moral y espiritual, con todos los consiguientes quebrantamientos emocionales y físicos. ¡El sol de justicia se había alzado con sanación en sus rayos! (cf Malaquías 3, 20). San Ireneo de Lyon hace un retrato de cómo era el cristianismo normal en su época, en el siglo tercero:
Por eso sus discípulos verdaderos [los cristianos] en su nombre hacen tantas obras en favor de los seres humanos, según la gracia que de él han recibido. Unos real y verdaderamente expulsan a los demonios, de modo que los mismos librados de los malos espíritus aceptan la fe y entran en la Iglesia; otros conocen lo que ha de pasar, y reciben visiones y palabras proféticas; otros curan las enfermedades por la imposición de las manos y devuelven la salud; y, como arriba hemos dicho, algunos muertos han resucitado y vivido entre nosotros por varios años.
En épocas más tardías, los signos y prodigios se hicieron menos frecuentes al ir surgiendo visiones erróneas de los dones del Espíritu. Pero nunca desaparecieron de la vida de la Iglesia, especialmente en períodos de fuerte evangelización. San Francisco Javier, el gran misionero jesuita, llevó el evangelio al Lejano Oriente. En una de sus cartas desde la India, describe lo que hizo cuando se vio asediado por peticiones para visitar y orar por los enfermos en las aldeas cercanas.
En este tiempo eran tantos los que venían a buscarme… que con todos no podía cumplir… ordené cómo a todos pudiese satisfacer: Mandaba a los muchachos que sabían las oraciones, que fuesen a las casas de los enfermos, y que juntasen todos los de casa y vecinos, y que dijesen todos el Credo muchas veces, diciéndole al enfermo que creyese y que sanaría; y después las otras oraciones. De esta manera cumplía con todos y hacía enseñar por las casas y plazas el Credo, mandamientos, y las otras oraciones; y así a los enfermos, por la fe de los de casa, vecinos y suya propria, Dios nuestro Señor les hacía muchas mercedes, dándoles salud espiritual y corporal. Usaba Dios de mucha misericordia con los que adolecían, pues por las enfermedades los llamaba y cuasi por fuerza los atraía a la fe.
Sanando a la gente por la fe de estos niños, el Señor estaba dando un mensaje poderoso a las personas a quienes Francisco estaba evangelizando: no necesitas ser un misionero europeo para ser un instrumento del poder sanador de Dios. No necesitas ser un sacerdote, o un erudito, o un santo. Ni siquiera necesitas ser un adulto. Solo necesitas un corazón lleno de fe infantil y sencilla en el Señor Jesús.
Hoy el Señor Jesús está recordando a su Iglesia que está vivo, y que lo que hizo entonces, lo sigue haciendo ahora. Mi amigo Tom, un médico, aprendió esto hace unos pocos años cuando fue a una misión a México. Fue con un equipo para servir a los pobres que viven en un basurero, subsistiendo a duras penas de lo que pueden encontrar escarbando en la basura. Tom proporcionaba cuidado médico a los que podía ayudar, ¡pero los casos difíciles los enviaba al equipo del ministerio de oración! Recuerda:
Al ir entrando la gente en la tienda médica, muchos de ellos tenían achaques permanentes que yo no podía cambiar realmente. Yo sufría por ellos. Lo mejor que podía hacer por muchos de ellos era darles un sobre de ibuprofeno, que aliviaría su dolor por un momento.
Una anciana entró, doblada por fracturas de espalda con osteoporosis, apoyándose en un bastón. Se podía ver que vivía con un dolor permanente. Conmovido casi hasta las lágrimas, le di dos sobres de ibuprofeno—y luego la envié a que oraran por ella. Un poco más tarde, vi que volvía a entrar en la tienda médica. Estaba erguida y me tiró el bastón, riéndose y exclamando alegremente que ya no tenía dolor. Luego vi a un hombre que había tenido una fractura de cuello; su cabeza estaba doblada permanentemente de manera que su barbilla le tocaba el pecho. Fue a recibir oración y volvió diciendo: “Nada”. Ningún dolor. Su cuello estaba recto. Luego un hombre con una hernia enorme: desapareció. Otro con un tumor en la pared del estómago: desapareció.
Cuando regresé a los EEUU, uno de mis queridos pacientes había desarrollado un cáncer de pulmón y tenía la cirugía programada para que le quitaran el pulmón. Me partía el corazón, porque había sido alcohólico pero se había unido a Alcohólicos Anónimos y estaba sobrio. También se había encontrado con Jesús y estaba llevando apasionadamente una vida de compartir a Jesús con otros. Su hija estaba desolada porque sentía como si sólo ahora comenzara a conocer a su padre. Le conté sobre México, y le pregunté si me permitiría orar con él. De manera que oramos, pidiendo a Jesús que le quitara el cáncer o al menos permitiera que la operación no tuviera riesgos y fuera eficaz. Cuando fuimos al hospital para las radiografías preoperatorias, ¡no había tumor! Han pasado dos años y sus radiografías de pecho han sido normales desde entonces.
El resurgimiento extraordinario de signos y prodigios hoy no es algo ajeno a la Iglesia Católica. Es un retorno a lo normal. Es un redescubrimiento de lo que pertenece a nuestro ADN: el poder del Espíritu Santo y sus dones sobrenaturales como las herramientas normales dadas por el Señor resucitado para equipar a todos los creyentes bautizados para su misión evangelizadora.
La gente hoy, no menos que la gente del primer siglo, necesita más que un mensaje. ¡Necesitan un encuentro con nuestro Salvador todopoderoso, que hace caer las prisiones, rompe las cadenas, sana y libera! Y el Señor de nuevo está revistiendo a sus hijos con poder de lo alto para empoderarles a llevar la Buena nueva hasta los confines de la tierra.
Dra. Mary Healy, STD
Conferencia de Líderes, 6 de junio de 2019