Quinta predicación, Cuaresma 2022

P. Raniero Cantalamessa, O.F.M.Cap.

 

Nuestra meditación de hoy parte de una pregunta: ¿Por qué Juan, en el relato de la Última Cena, no habla de la institución de la Eucaristía, sino que habla, en cambio, del lavatorio de los pies? ¿Precisamente él, que había dedicado un capítulo entero de su evangelio a preparar a los discípulos para comer su carne y beber su sangre?

La razón es que en todo lo relacionado con la Pascua y la Eucaristía, Juan muestra que quiere acentuar más el acontecimiento que el sacramento, es decir, más el significado que el signo. Para él, la nueva Pascua no comienza en el Cenáculo, cuando se instituye el rito que debe conmemorarla (se sabe que la Última Cena de Juan no es una cena «pascual»); más bien, comienza en la cruz cuando se realiza el hecho que debe ser conmemorado. Es allí donde tiene lugar el tránsito de la Pascua antigua a la nueva. Por esto, subraya que a Jesús en la cruz «no le rompieron ningún hueso»: porque así estaba prescrito para el cordero pascual en el Éxodo (Jn 19,36; Ex 12,46).

 

El significado del lavatorio de los pies

Es importante comprender bien el significado que tiene para Juan el gesto del lavatorio de los pies. La reciente constitución apostólica Praedicate Evangelium lo menciona en el Preámbulo, como el icono mismo del servicio que debe caracterizar todo el trabajo de la Curia Romana. Nos ayuda a comprender cómo se puede hacer, de la vida, una Eucaristía y así «imitar en la vida lo que se celebra en el altar». Estamos ante uno de esos episodios (otro es el episodio de la transfixión del costado), en los que el evangelista deja entender claramente que debajo hay un misterio que va más allá del hecho contingente que podría, en sí mismo, parecer insignificante.

«Yo —dice Jesús—, os he dado ejemplo». ¿De qué nos dio ejemplo? ¿De cómo deben lavarse materialmente los pies de los hermanos cada vez que se sientan a la mesa? ¡Ciertamente no solo de esto! La respuesta está en el evangelio: «Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros sea vuestro servidor, y quien quiera ser el primero entre vosotros sea esclavo de todos. En efecto, tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,44-45).

En el evangelio de Lucas, precisamente en el contexto de la Última Cena, se recoge una expresión de Jesús que parece pronunciada al concluir el lavatorio de los pies: «¿Quién es más grande, quien está en la mesa o quien sirve? ¿No es acaso el que está en la mesa? Sin embargo, yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Según el evangelista, Jesús dijo estas palabras porque había surgido una discusión entre los discípulos sobre cuál de ellos podía ser considerado el más grande (cf. Lc 22,24). Quizás fue precisamente esta circunstancia la que inspiró a Jesús el gesto del lavatorio de los pies, como una especie de parábola en acción. Mientras que los discípulos están todos decididos a discutir animadamente entre sí, él se levanta silenciosamente de la mesa, busca un recipiente con agua y una toalla, luego regresa y se arrodilla ante Pedro para lavarle los pies, arrojándolo, comprensiblemente, en la mayor confusión: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (Jn 13,6).

En el lavatorio de los pies, Jesús quiso como resumir todo el sentido de su vida, para que quedara bien impreso en la memoria de los discípulos y un día, cuando pudieran entender, entendieran: «Lo que yo hago ahora no lo entiendes, pero lo entenderás más tarde» (Jn 13,7). Ese gesto, colocado al final de los evangelios, nos dice que toda la vida de Jesús, desde el principio hasta el fin, fue un lavatorio de los pies, es decir, un servicio a los hombres. Fue, como dice algún exégeta, una proexistencia, es decir, una existencia vivida en favor de los demás.

Jesús nos dio el ejemplo de una vida gastada por los demás, una vida hecha «pan partido para el mundo». Con las palabras: «Haced también vosotros como he hecho yo», Jesús instituye, por lo tanto, la diakonía, es decir, el servicio, elevándolo a ley fundamental, o, mejor, a estilo de vida y a modelo de todas las relaciones en la Iglesia. Como si dijera, también con respecto al lavatorio de los pies, lo que dijo al instituir la Eucaristía: «¡Haced esto en memoria mía!»

En este momento debo hacer una pequeña digresión antes de proseguir el discurso. Un padre antiguo, el beato Isaac de Nínive, daba este consejo a quien está obligado, por el deber, a hablar de cosas espirituales a las que aún no ha llegado con su vida: «Habla de ello —decía— como quien pertenece a la clase de los discípulos y no con autoridad, después de haber humillado tu alma y de haberte hecho más pequeño que cualquiera de tus oyentes» [1]San Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, 4 (Cittá Nuova, Roma 1984) 89. Este es el espíritu, Venerables padres, hermanos y hermanas, con el que me atrevo a hablaros de servicio, a vosotros que lo vivís día a día.

Recuerdo la observación en broma que nos hizo una vez el entonces Prefecto de la Congregación de la Fe, el Cardenal Franjo Seper, a los miembros de la Comisión Teológica Internacional: «Ustedes, teólogos —dijo sonriendo, —apenas habéis terminado de escribir algo inmediatamente ponéis vuestro nombre y apellido. Nosotros, en la Curia, debemos hacer todo de forma anónima». Es una cualidad del servicio evangélico que me hace admirar y agradecer los muchos siervos anónimos de la Iglesia que trabajan en la Curia Romana, en las Curias episcopales y en las Nunciaturas.

 

El espíritu de servicio

Volvamos al tema. Debemos profundizar en lo que significa «servicio», para poderlo realizar en nuestra vida y no detenernos en las palabras. El servicio no es, en sí mismo, una virtud; en ningún catálogo de las virtudes o de los frutos del Espíritu, como los llama el Nuevo Testamento, se encuentra la palabra diakonía, servicio. De hecho, incluso se habla de un servicio al pecado (cf. Rom 6, 16) o a los ídolos (cf. 1 Cor 6, 9), que ciertamente no es un buen servicio. Por sí mismo, el servicio es algo neutral: indica una condición de vida, o una forma de relacionarse con los demás en el propio trabajo, un ser dependiente de los demás. Incluso puede ser algo malo, si se hace por constricción (esclavitud), o solo por interés.

Todo el mundo habla hoy de servicio; todos dicen que están en servicio: el comerciante sirve a los clientes; de cualquiera que ejerza una tarea en la sociedad, se dice que sirve, o que está de servicio. Pero es evidente que el servicio del que habla el Evangelio es otra cosa, aunque no excluye en sí mismo, ni necesariamente lo descalifica, el servicio tal como lo entiende el mundo. Toda la diferencia está en las motivaciones y en la actitud interior con la que se realiza el servicio.

Releamos el relato del lavatorio de los pies, para ver con qué espíritu lo realiza Jesús y lo que le mueve: «Después de amar a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). El servicio no es una virtud, sino que brota de las virtudes y, en primer lugar, de la caridad; más aún, es la mayor expresión del mandamiento nuevo. El servicio es una forma de manifestarse del agápe, es decir, de ese amor que «no busca su propio interés» (cf. 1 Cor 13, 5), sino el de los demás, que no está hecho de búsqueda, sino también de entrega. Es, en definitiva, una participación y una imitación de la acción de Dios que, siendo «el Bien, todo el Bien, el Bien Supremo», sólo puede amar y hacer el bien gratuitamente, no interesadamente.

Por eso, el servicio evangélico, al revés que el del mundo, no es propio del inferior, del necesitado, del que no tiene, sino que es propio, más bien, de quien posee, de quien está puesto en lo alto, de quien tiene. Mucho se le pedirá a quien mucho se le dio, mucho se le pedirá en términos de servicio (cf. Lc 12,48). Por eso, Jesús dice que, en su Iglesia, «el que gobierna» es sobre todo el que debe estar «como el que sirve» (Lc 22,26) y «el primero» es el que debe ser «el siervo de todos» (Mc 10,44). El lavatorio de los pies —decía mi profesor de exégesis en Friburgo, Ceslas Spicq— es «el sacramento de la autoridad cristiana».

Junto a la gratuidad, el servicio expresa otra gran característica del agápe divino: la humildad. Las palabras de Jesús: «Debéis lavaros los pies unos a otros» significan: debéis prestaros los unos a los otros los servicios de una caridad humilde. Caridad y humildad, juntas, forman el servicio evangélico. Jesús dijo una vez: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Pero, si lo pensamos bien, ¿qué hizo Jesús para definirse a sí mismo como «humilde»? ¿Acaso escuchó hablar de sí de modo modesto o habló en modo descuidado sobre sí mismo? Al contrario: en el mismo episodio del lavatorio de los pies, él dice que es «Maestro y Señor» (cf. Jn 13,13).

Entonces, ¿qué hizo para definirse como «humilde»? ¡Se abajó, descendió para servir! Desde el momento de la encarnación, no hizo más que descender, descender, hasta ese punto extremo, cuando le vemos de rodillas, en el acto de lavar los pies a los apóstoles. Qué estremecimiento tuvo que correr entre los ángeles, al ver en semejante abajamiento al Hijo de Dios, sobre el cual ni siquiera se atreven a fijar su mirada (cf. 1 Pe 1,12). ¡El Creador está de rodillas frente a la criatura! «¡Enrojece, ceniza soberbia: Dios se abaja y tú te levantas!», se decía san Bernardo a sí mismo [2]Bernardo, Alabanzas a la Virgen, I, 8.. Entendida de esta manera —es decir, como un rebajarse para servir—, la humildad es verdaderamente la vía regia de parecerse a Dios e imitar a la Eucaristía en nuestra vida. 

 

Discernimiento de los espíritus

El fruto de esta meditación debería ser una revisión valiente de nuestra vida (hábitos, tareas, horas de trabajo, distribución y uso del tiempo) para ver si realmente es un servicio y si, en este servicio, hay amor y humildad. El punto fundamental es saber si servimos a los hermanos, o, por el contrario, usamos a los hermanos. Utiliza a sus hermanos e instrumentaliza quien, quizás, se desvive por los demás, pero en todo lo que hace no es desinteresado, busca, de alguna manera, la aprobación, el aplauso o la satisfacción de sentirse, en su interior, en orden y bienhechor. Sobre este punto, el Evangelio presenta las exigencias de una radicalidad extrema: «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha» (Mt 6,3). Todo lo que se hace, conscientemente y con razón, «para ser visto por los hombres», se pierde. «Christus non sibi placuit»: ¡Cristo no buscó complacerse a sí mismo! (Rom 15,3): esta es la regla del servicio.

Para hacer el «discernimiento de los espíritus», es decir, de las intenciones que nos mueven en nuestro servicio, es útil ver cuáles son los servicios que hacemos gustosamente y los que tratamos de evitar a toda costa. Ver, además, si nuestro corazón está dispuesto a abandonar —si se nos pide— un servicio noble, que da prestigio, por uno humilde que nadie apreciará. Los servicios más seguros son los que hacemos sin que nadie, ni siquiera los que lo reciben, se den cuenta, sino sólo el Padre que ve en lo secreto. Jesús elevó a símbolo de servicio uno de los gestos más humildes conocidos en su tiempo y que se solía confiar a los esclavos: lavar los pies. San Pablo exhorta: «No aspiréis a las cosas que son demasiado altas, sino inclinaos ante las cosas humildes» (Rom 12,16).

Al espíritu de servicio se opone el deseo de dominación, el hábito de imponer a los demás la propia voluntad y la propia forma de ver o hacer las cosas. En definitiva, el autoritarismo. A menudo, quien es tiranizado por estas disposiciones no se da cuenta en lo más mínimo del sufrimiento que causa y se sorprende al ver que otros no muestran apreciar todo su «interés» y esfuerzos e incluso se sienten víctimas. Jesús dijo a sus apóstoles que fueran como «corderos en medio de lobos», pero ellos son, por el contrario, lobos en medio de corderos. Gran parte de los sufrimientos que a veces afligen a una familia o a una comunidad se debe a la existencia en ellas de algún espíritu autoritario y despótico que pisotea a otros y que, bajo el pretexto de «servir» a los demás, en realidad «esclaviza» a los demás.

¡Es muy posible que este «alguien» seamos precisamente nosotros! Si tenemos un poco de duda al respecto, sería bueno que interrogáramos sinceramente a quienes viven a nuestro lado y les diéramos la oportunidad de expresarse sin miedo. Si resulta que nosotros también le hacemos la vida difícil, con nuestro carácter, a alguien, debemos aceptar humildemente la realidad y repensar nuestro servicio.

Al espíritu de servicio también se opone, por otro lado, el apego exagerado a las propias costumbres y comodidades. En definitiva, el espíritu de flojera. No puede servir seriamente a los demás quien siempre intenta contentarse a sí mismos, quien hace un ídolo de su descanso, de su tiempo libre, de su tiempo. La regla del servicio sigue siendo siempre la misma: Cristo no buscó complacerse a sí mismo.

El servicio, hemos visto, es la virtud propia de quien preside, es lo que Jesús dejó a los pastores de la Iglesia, como su legado más querido. Todos los carismas, hemos visto, están en función del servicio; pero de modo muy especial lo está el carisma de «pastores y maestros» (cf. Ef 4,11), es decir, el carisma de la autoridad. ¡La Iglesia es «carismática» para servir y también es «jerárquica» para servir!

 

El servicio del Espíritu

Si para todos los cristianos servir significa «no vivir ya para sí mismos» (cf. 2 Cor 5,15), para los pastores significa: «no apacentarse a sí mismos»: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deberían acaso los pastores apacentar al rebaño?» (Ez 34,2). Para el mundo, nada es más natural y justo que esto, es decir, que quien es señor (dominus) «domine», es decir, haga de dueño. Entre los discípulos de Jesús, sin embargo, «no sea así», sino que quien es señor debe servir. «No pretendemos ser dueños sobre vuestra fe —escribe san Pablo—, sino que, por el contrario, somos colaboradores de vuestra alegría» (2 Cor 1,24).

El apóstol san Pedro recomienda lo mismo a los pastores: «No dominéis a las personas que se os han confiado, sino haceos modelos del rebaño» (cf. 1 Pe 5,3). No es fácil, en el ministerio pastoral, evitar la mentalidad del dueño de la fe; muy pronto se insertó en la concepción de la autoridad. En uno de los documentos más antiguos sobre el ministerio episcopal (la Didascalia Siriaca) encontramos ya una concepción que presenta al obispo como el monarca, en cuya Iglesia nada se puede emprender, ni por los hombres ni por Dios, sin pasar por él.

Para los pastores, y en cuanto pastores, es a menudo en este punto donde se decide el problema de la conversión. ¡Qué fuertes y sinceras resuenan aquellas palabras de Jesús después del lavatorio de los pies: «Yo el Señor y el Maestro…!» Jesús «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2,6), es decir, no tuvo miedo de comprometer su dignidad divina, de favorecer la falta de respeto por parte de los hombres, despojándose de sus privilegios y mostrándose al exterior como un hombre en medio de los demás hombres («semejante a los hombres»). Jesús vivió de modo sencillo; la sencillez fue siempre el principio y el signo de una verdadera vuelta al Evangelio. Es necesario imitar el obrar de Dios. No hay nada — escribe Tertuliano— que caracterice mejor el obrar de Dios, que el contraste entre la sencillez de los medios y las formas externas con que trabaja y la grandiosidad de los efectos espirituales que obtiene. El mundo necesita grandes aparatos para actuar e impresionar; Dios no.

Hubo un tiempo en que la dignidad de los obispos se expresaba con insignias, títulos, castillos, ejércitos. Eran, como se suele decir, obispos-príncipes, pero bastante más príncipes que obispos. La Iglesia vive hoy, en este punto, una época que, en comparación, nos parece dorada. Conocí a un obispo hace muchos años que encontraba natural pasar cada semana unas horas en un asilo de ancianos, para ayudar a los ancianos a vestirse y a comer. Había tomado a la letra el lavatorio de los pies. Yo mismo debo decir que he recibido de algunos prelados los mejores ejemplos de sencillez de mi vida.

Sin embargo, es necesario preservar, también en este punto, una gran libertad evangélica. La sencillez exige que no nos pongamos por encima de los demás, pero tampoco siempre y obstinadamente por debajo, para mantener, de una forma u otra, las distancias, sino que aceptemos, en las cosas ordinarias de la vida, ser como los demás. Hay personas —señala Manzoni agudamente— que tienen tanta humildad como necesitan para ponerse por debajo de las buenas personas, pero no para estar en igualdad de condiciones con ellas.

A veces, el mejor servicio no consiste en servir, sino en dejarse servir, como Jesús que, en ocasiones, también sabía sentarse a la mesa y dejarse lavar los pies (cf. Lc 7,38) y que aceptaba de buen grado los servicios que algunas mujeres generosas y afectuosas le prestaban durante sus viajes (cf. Lc 8,2-3).

Hay otra cosa que es necesario decir sobre el servicio de los pastores, y es esta: el servicio de los hermanos, por importante y santo que sea, no es lo primero y no es lo esencial; primero está el servicio de Dios. Jesús es ante todo el «Siervo de Yahvé» y luego también el siervo de los hombres. Él les recuerda esto a sus propios padres, diciendo: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). No dudaba en decepcionar a las multitudes, que acudían a escucharle y a ser sanados, dejándolas de repente, para retirarse a lugares solitarios a orar (cf. Lc 5,16).

Incluso el servicio evangélico está amenazado hoy por el peligro de la secularización. Es demasiado fácil dar por descontado que todo servicio al hombre es servicio de Dios. San Pablo habla de un servicio del Espíritu (diakonía neumatos) (2 Cor 3,8), al que están destinados los ministros del Nuevo Testamento. ¡El espíritu de servicio debe expresarse, en los pastores, a través del servicio del Espíritu!

Quien, como el sacerdote, es llamado, por vocación, a este servicio «espiritual», no sirve a los hermanos si les presta cien o mil otros servicios, pero descuida ese único que se tiene derecho a esperar de él y que sólo él puede dar. Está escrito que el sacerdote «está constituido para el bien de los hombres en las cosas que conciernen a Dios» (Heb 5,1). Cuando este problema surgió por primera vez en la Iglesia, Pedro lo resolvió diciendo: «No es justo que descuidemos la palabra de Dios para el servicio de las mesas… Nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hch 6,2-4).

Hay pastores que, de hecho, han vuelto al servicio de las cantinas. Se ocupan de todo tipo de problemas materiales, económicos, administrativos, a veces incluso agrícolas que existen en sus comunidades (incluso cuando se podrían dejar perfectamente en manos de otros), y descuidan su verdadero e insustituible servicio. El servicio de la Palabra requiere horas de lectura, estudio y oración. Si hay una queja general que circula hoy entre los fieles en la Iglesia, es este: la insuficiencia, el vacío, de la predicación. Muchos salen de la Misa disgustados por la homilía, secos, en lugar de enriquecidos. Debe repetirse con Isaías: «Los miserables y los pobres buscan agua, pero no hay» (Is 41,17). La gente busca pan y a menudo se les da un escorpión, es decir, palabras vacías y manidas, palabras que no saben a Dios.

Inmediatamente después de explicar a los apóstoles el significado del lavatorio de los pies, Jesús les dijo: «Conociendo estas cosas seréis bendecidos si las ponéis en práctica» (Jn 13,17). Nosotros también seremos bendecidos, si no nos contentamos con saber estas cosas —es decir, que la Eucaristía nos impulsa a servir y compartir—, sino que las ponemos en práctica, a ser posible a partir de hoy. La Eucaristía no es sólo un misterio para ser consagrado, para ser recibido y adorado, sino también un misterio para ser imitado.

Antes de concluir, sin embargo, debemos recordar una verdad que hemos subrayado en todas nuestras reflexiones sobre la Eucaristía: ¡la acción del Espíritu Santo! ¡Cuidemos de no reducir el don al deber! Nosotros no sólo hemos recibido el mandato de lavar los pies y servir al próximo: hemos recibido la gracia de poder hacerlo. El servicio es un carisma y, como todos los carismas, es «una manifestación particular del Espíritu para el bien común», dice san Pablo (1 Cor 12, 7); “Cada uno viva según el don (¡carisma!) recibido, poniéndolo al servicio de los demás”, añade san Pedro (1 P 4,10). El don precede al deber y hace posible su cumplimiento. Esta es «la buena noticia» – el Evangelio – del cual la Eucaristía es la memoria cotidiana, viviente y consoladora. 

¡Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, gracias por su amable escucha y mis más sinceros deseos de una buena Semana Santa y una feliz Pascua!

 

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

 

References

References
1 San Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, 4 (Cittá Nuova, Roma 1984) 89
2 Bernardo, Alabanzas a la Virgen, I, 8.
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