04 de junio 2022
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, leemos: después de su Resurrección, «durante cuarenta días, Jesús se les apareció y les habló acerca del Reino de Dios. Una vez, mientras comía con ellos les ordenó: No se alejen de Jerusalén, sino esperen la promesa del Padre de la cual les he hablado: Juan bautizó con agua, dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo» (1,3-5). Y más adelante agrega: «Cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (1,8).
Una noche como la de hoy, esos hombres y mujeres temerosos, encerrados en el piso alto de Jerusalén -porque se sabían perseguidos- experimentaron la poderosa presencia del Espíritu Santo, que transformó sus vidas para siempre. Y sus vidas transformadas por el poder del Espíritu, cambiaron la historia.
Esta noche, alrededor del mundo, estamos todos los cristianos, unidos en oración, esperando la promesa del Padre, la venida del Espíritu Santo. Lo esperamos porque no ha venido, ¿Porque no está? No. Ya estaba en el momento de la Creación y está en todos nosotros por el Bautismo que hemos recibido. Cada año, en la vigilia de Pentecostés, queremos tener la misma experiencia vivencial y cierta de su presencia en nosotros, en nuestras vidas, en nuestras comunidades.
La realidad de hoy en el mundo está marcada por la enfermedad, la pandemia que se ha llevado millones de personas en todo el mundo, y con ella el dolor, el sufrimiento, la ausencia. Y también en tantas partes del mundo, el hambre y pueblos enteros sometidos al exilio. Y la guerra, guerra entre hermanos, guerra entre cristianos, como es el caso de la en este momento, la invasión a Ucrania. También es uno de los ejemplos de esta guerra en todo el mundo: la situación en Yemen, el martirio del pueblo Rohinya y la particular situación del Líbano, entre otros… guerra!
Y frente a este mundo desgarrado y también temeroso del incierto futuro, surge esta noche la presencia luminosa del Espíritu Santo, quien nos da las fuerzas, que nos da el coraje y la decisión para trabajar incansablemente por la paz que sólo Él puede dar. La paz empieza en las familias, en las relaciones interpersonales, interraciales, en las relaciones entre cristianos y con miembros de otras religiones. La paz comienza en al amor al enemigo, al que no piensa como yo… Solos no podemos, con el Espíritu Santo sí podemos. El odio parece haberse enseñoreado del mundo ahora. Pero hay una fuerza más poderosa que el odio, es la fuerza del amor, del “amor de Dios [que] ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
Mañana, con el poder del Espíritu Santo, busquemos a esa persona que nos ha hecho daño, que no queremos por distintas razones, tal vez dentro de nuestra misma familia, y pidamos perdón, o perdonemos y abracemos. Así empieza la paz. De a poquito, uno más uno. La cultura de la paz, que debemos difundir, comienza así. Los Jefes de Estado trabajarán o no por la paz y serán juzgados por la historia. A cada uno de nosotros nos toca difundir el amor y vencer el odio con nuestras acciones diarias. Y nuestros hijos aprenderán a vivirlo y nuestros nietos aprenderán de ellos, y así podremos hacer algo para que el mundo cambie.
Sí, fuimos llamados a este camino: «Cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, dice el Señor, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hechos 1,8).
Esto es lo que deseo para todos ustedes: que reciban la fuerza del Espíritu Santo y que sean testigos. Que Dios los bendiga.